vie. Mar 29th, 2024

Giangrandi, Perfil de un grabado

Lo encontramos ahí sentado con las manos entrelazadas sobre la rodilla, una barba pulida y blanca y un traje oscuro. Era Umberto Giangrandi, el pintor italiano que hace 46 años decidió buscarse fuera de su tierra, se aventuró cruzando mares, idiomas y culturas para encontrarse bajo el pincel en el corazón de la capital colombiana.

Escrito por:
María Paula Díaz || mary_kstillo92@hotmail.com
Raúl Durán || raulduran67@gmail.com

Fotografía por: Daniel Lara || http://mrdann.deviantart.com/

Vimos los cauchos vestidos con bejucos sobre la alfombra verde con grabados lilas. Las flores acordonaban el fango como abrazando los zapatos de un ciempiés, que se erguía sobre la sombra de la montaña como valiente guardián, con el inocente apuro y la impotente empresa de detener la amenaza del asfalto.

Luego dejamos de hablar de verde, y nos hormigueó el ímpetu de las Torres del Parque. Del otro lado llamando nuestra curiosidad, tan bohemio y caluroso, el café-librería Luvina.

Lo encontramos ahí sentado con las manos entrelazadas sobre la rodilla, una barba pulida y blanca y un traje oscuro. Era Umberto Giangrandi, el pintor italiano que hace 46 años decidió buscarse fuera de su tierra, se aventuró cruzando mares, idiomas y culturas para encontrarse bajo el pincel en el corazón de la capital colombiana.

Sin embargo, esta vez no hicimos de Giangrandi un blanco de tiro para lanzar preguntas hasta dar con él. Sólo atisbamos su cuerpo. Espiamos con detenimiento las pinturas y grabados registrados en uno de sus libros, lo observamos atentos y lejanos. Sin habérnoslo propuesto, nos fueron hablando los trazos de sus lienzos y los metales de sus grabados, al fin y al cabo no supimos nada de Umberto, pero sí mucho del pintor.

Sus manos desde lejos nos miraban sin vernos, cuidando con celo sus atesorados secretos. Nos decían que muchas veces habían trazado líneas corporales de prostitutas, de hombres que eran mujeres y viceversa. Que habían aplicado colores, que habían sostenido una cámara buscando capturar más que la historia el sentimiento cruel y violento del conflicto. Su obsesión era dar testimonio de aquello que sabían, y su actuar incitó a otros colombianos, a hacerlo también.

Pronto fueron sus cansados ojos los que le arrebataron la palabra a las manos, demandando reconocimiento. La curiosidad no se asomaba por ninguno de los dos, pero algo agitaba cierta fuerza de resistencia. Estaban enamorados del cuerpo voluptuoso, violentado, excluido, a veces insolente, del cuerpo colombiano. En ese amor desmesurado, ahora querían involucrarse las manos, afirmaban estar en la misma condición de las esferas viscosas que habitan las conchas de la cabeza. Juntos hicieron más de lo que se proponían, enseñaron. Su labor no se limita a técnicas artísticas, amaron siendo maestros, se dedicaron a grabar en materiales más complejos que las placas de zinc o las láminas del metal, en las enormes y duras capas de la memoria. Grabaron en las paredes aún frescas de mentes jóvenes. Plasmaron a toda costa un antiguo conocimiento, pintaron aprendizaje y no hubo obstáculo que pudiera impedirlo.

Umberto se buscó lejos de su tierra, su familia, su historia. Quebró las fronteras con la magia del arte. Disparó pinceladas que atravesaron sus cuerpos, como violentos besos de metrallas cargadas con colores. Ahí, en las gruesas curvas de sus siluetas, en las violentas formas de sus grabados, encontramos ese espíritu de artista que cambia mil veces de cuerpo sin dejar de ser él mismo.

  • Fotografía por: Daniel Lara
  • Fotografía por: Daniel Lara
  • Fotografía por: Daniel Lara
  • Fotografía por: Daniel Lara
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  • Fotografía por: Daniel Lara
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